Aquesta és una de les moltes històries de vida que ens podem trobar al voltant del nostre dia a dia i que tenen a veure amb la vida i la mort de les persones:
“Creo que la Navidad es una época del año en la cual a todas las personas nos entra el sentimiento de estar con nuestros seres queridos. Puede que estemos cerca o no de ellos, pero siempre tienes esas ganas de estar con todos ellos, y creo que, en especial este 2020, será una de esas festividades ligadas a varias restricciones las cuales no nos van a dejar poder disfrutar como antes o, bueno, con la normalidad con la que siempre teníamos nuestras reuniones.
En este caso quiero contar mi experiencia y cómo esta pandemia nos ha dado a todos una lección de vida. Hablo por mí, porque la he tenido que vivir en carne propia. Llevo en España casi 5 años. Llegué a estudiar un máster y, como muchos de nosotros, decidí quedarme para buscar un mejor futuro y calidad de vida. Toda mi familia se encuentra en Colombia, yo estoy sola en Barcelona, ciudad a la que ya la siento cómo propia.
Ahora bien, a finales de 2019 se empezó a hablar de un brote en una pequeña ciudad de China que creo que muchos nunca habíamos escuchado o por lo menos personalmente no, Wuhan. Creo que hasta ese momento nadie se iba a imaginar lo que cambiaría este año a nivel mundial.
Comienza 2020. En enero y febrero empiezan a surgir casos en Europa. Ahí mi miedo, ¿qué será? ¿Nos va a afectar? ¿Cómo nos podemos infectar? Mil preguntas que creo que todos teníamos en nuestra cabeza. Pero principalmente, para mí, mis padres en Colombia, (hasta el momento se supone no había llegado a América Latina), o por lo menos eso pensábamos.
Mis padres, muy precavidos, compraron sus mascarillas y toda la protección que estaba al alcance de sus manos. Llega mitad de marzo, en España ya nos habían dado la orden de confinamiento domiciliario, cosa que todos tuvimos que cumplir de forma obligatoria. En Colombia una semana después imponen el confinamiento total. Es ahí cuando mi madre me comenta que llevan unos días enfermos, con dolor en el cuerpo, fiebre y un poco de malestar estomacal. Pero no le dimos importancia; un resfriado común puede pasarle a cualquiera.
Después de una semana, mi madre ha mejorado, pero mi padre no mejora. Sigue con picos de fiebre, es hora de llamar al médico. El primero que vio a mi padre dijo que era un problema estomacal, le mandó los medicamentos para su tratamiento. Hasta el momento, todo normal, pero sus síntomas fueron empeorando. Días después volvimos a llamar. Esta vez nos descartaron un problema estomacal y nos dijeron que lo mejor sería que se hicieran la prueba de Covid-19. Aunque mi padre tiene una mutua privada, su autorización duró un par de días más.
Es ahí cuándo ya sus picos de fiebre rozaban los 40 grados. Era hora de llamar a una ambulancia. Mientras mi madre alistaba todo para su salida al hospital, yo estaba en el teléfono con él, sin saber que esa sería la última vez que hablaría con él. Le dije que respirara, que estuviera tranquilo, que todo iba a salir bien. Creo que siempre recordaré esas últimas palabras: en medio de su pico de fiebre me dijo “ya me van a llevar, te amo”. Esas fueron sus últimas palabras para mí.
Ahora comienza todo este proceso de incertidumbre. A mi mamá la enviaron a casa esa misma tarde. A mi papá lo dejan aislado y no se puede volver a verlo. En eso cierran aeropuertos y mi único medio de comunicación era un móvil y un ordenador. Esa noche mi papá la pasó en urgencias, pero al llamar al día siguiente ya estaba en UCI. Mi madre no podía ir al hospital; ella también podría tener el virus. Nuestro peor miedo se cumplió: por su gravedad tuvo que ser entubado. Sé que él luchó con todas sus fuerzas contra el virus y los médicos hicieron su mayor esfuerzo, pero mi padre falleció el 3 de abril de 2020.
Ahora pienso en todo lo que fue después de su muerte: que estuvo sólo, que ni mi madre ni ningún otro familiar podían acompañarlo y estar a su lado. Yo les pedía a las enfermeras que le pusieran mi mensaje de voz para que él, en medio de todo, me escuchara y supiera que estaba con él, así estuviera a miles de kilómetros. Pero eso fue imposible por su aislamiento. Mi madre tuvo que pasar su duelo igual que yo, estando confinada en casa. Nuestros abrazos virtuales fueron los más difíciles de todos.
Es la primera vez que hablo de su muerte y expreso mis sentimientos frente a esto. No dejan de salirme lágrimas escribiendo, porque mi impotencia de ese momento vuelve a mí y es algo que no me gusta pasar estando lejos de ellos. Ahora, en épocas navideñas, su recuerdo y su memoria vuelven a mi cabeza. Es la época en la que todos nos reunimos con nuestros familiares y, en este caso, recordamos a quienes nos han dejado.
La muerte de mi padre me deja un vacío muy grande de llenar, pero a la vez me hace reflexionar y creo que es importante no dejar a nuestros familiares o amigos en situaciones en las cuales estén solos y no tengan ningún acompañamiento. Se debe siempre respetar sus derechos y los nuestros como sus familiares. Este virus nos ha quitado nuestra “libertad”, pero a muchos nos quitó a nuestros seres queridos: padres, madres, abuelos, tíos, amigos.
Ahora sólo nos queda seguir adelante, esperar lo mejor, o tal vez lo peor, o esperar esa muerte que nos puede llegar en el momento menos esperado, aprovechar cualquier momento para disfrutarlo con los que nos rodean, vivir la vida con una sonrisa después de todo. Después de la tormenta, siempre llegará la calma y vendrán tiempos mejores…”
Una història d’una integrant de Hospice.cat en època COVID que posa de manifest totes aquelles mancances existents al voltant de l’acompanyament del final de les persones, com també la poca cura de les petites coses que poden deixar molts mal records, sensacions, vivències, amb els quals després hauran de conviure els éssers estimats.
Des de l’associació mirem de donar resposta i posar remei a aquestes situacions.